Prólogo de J.I. Pozo

Recuerda David Duran en este texto cómo en uno de mis libros me lamentaba de que aprender y enseñar sean dos verbos que con frecuencia se conjugan por separado, en especial en contextos educativos formales. Así, mientras los profesores enseñamos unas cosas, los alumnos están aprendiendo otras; o mientras los alumnos quieren aprender unas cosas, los profesores nos empeñamos en enseñarles otras.
 
La mejora de la educación, y también, por qué no, la salud mental de quienes aprenden y de quienes enseñan, reclama un nuevo aprendizaje más equilibrado en la conjugación de estos verbos. Y una de las formas más originales, sugerentes y, en cierto modo, provocadoras de hacerlo es la que propone este libro: conjugarlos juntos en un solo verbo “aprenseñar”, que viene a ser intentar convertir todo acto de enseñanza en una actividad de aprendizaje no sólo para los demás, sino también para uno mismo, y a la inversa, convertir toda situación de aprendizaje personal en una oportunidad para enseñar a otros.
 
Como se recuerda en estas páginas, mientras aprender es una actividad cognitiva común a muchas especies animales, al menos todas aquellas que se desplazan en entornos cambiantes, llenos de oportunidades y de amenazas, enseñar es una actividad específicamente humana, uno de los rasgos que nos definen como especie cognitiva y cultural.
 
Enseñar es un comportamiento altruista que requiere, según una definición clásica, modificar la propia actividad sin obtener ningún beneficio propio por ello- sin aumentar las oportunidades ni alejar las amenazas- con la única meta de modificar la conducta o el conocimiento de otros. Pero además de ser una especie colaboradora (aunque a veces cueste creerlo), somos la única especie que enseña de manera inequívoca porque somos también la única especie que de manera inequívoca dispone de una teoría de la mente, de la capacidad de leer la mente de los otros, de imaginarse, con mayor o menor acierto, las intenciones, los deseos y también los conocimientos de los demás. Enseñar requiere creer que el otro no sabe, siente, vive algo que pensamos que necesitaría saber, sentir, vivir. Somos en definitiva la única especie que enseña, porque somos la única especie que sabe que el otro no sabe y desea ayudarle a saber.
 
Enseñar es -o debería ser para conjugarse bien: yo aprenseño, tu aprenseñas…. nosotros aprenseñamos- una actividad metacognitiva, de autoconocimiento y de conocimiento de los demás.
 
Sin embargo, como el libro traza muy bien, especialmente en el capítulo 2 pero también en el 5, la propia evolución institucional de las formas sociales de enseñar y aprender, con la creación de espacios sociales descontextualizados del uso de los conocimientos, las emociones y la conductas supuestamente aprendidas, con la profesionalización de la enseñanza, y con currículos prescriptivos y cerrados basados en una ideología educativa taylorista, nos ha llevado a olvidarnos de lo esencial, de que enseñar es ayudar a otros y que para ello tenemos que imaginarnos a esos otros. En su lugar se ha impuesto una enseñanza despersonalizada centrada en los contenidos, en la transmisión unidireccional del saber que acaba disociando a quien enseña de quien aprende. Que nos lleva a conjugar esos verbos por separado y a tartamudear con ellos. 
 
Así que la propuesta que hace David Duran en Aprenseñar es en cierto modo una vuelta a los orígenes del acto de enseñar. Según los argumentos del libro, fundados en numerosas investigaciones, experiencias y propuestas explicadas con claridad, aprendemos enseñando cuando convertimos la actividad de aprender y enseñar en un diálogo con los otros y con nosotros mismos, cuando nos imaginamos unas mentes que queremos transformar, cuando, recuperando la expresión de Bereiter y Scardamalia, no nos limitamos a decir lo que sabemos, sino que lo transformamos para comunicárselo a otros.
 
A lo largo de estas páginas el lector encontrará estudios, programas, experiencias, actividades, tanto en contextos de educación formal como informal (especialmente sugerentes, al menos para mí, las que se presentan en el capítulo 4 en forma de lo que podríamos llamar aprendizaje ciudadano), que en mi opinión tienden a mostrar que cuanto más se requiere pensar en el otro cuando se enseña, más se aprende al hacerlo. Cuando la enseñanza deja de ser un monólogo, para convertirse en un diálogo, requiere un diálogo previo con uno mismo. Es el espejo del principio vygotskyano según el cual el aprendizaje siempre empieza en los demás para luego interiorizarse. Parece que enseñar –cuando se entiende como ayudar a otros a aprender- requiere o promueve un cambio personal antes, durante y tras la enseñanza. Los alumnos pasan así a ser de algún modo la zona de desarrollo próximo de quien enseña, y sospecho que cuanto más flexibles tenemos que ser para enseñar más aprendemos, cuanto más distinto reconocemos al otro, más debemos cambiar para acercarnos a él.
 
La diversidad, entendida como una riqueza, es también un potencial de aprendizaje. Por la misma lógica con la que se dice que viajar nos ayuda a ser tolerantes y a relativizar nuestra cultura, pero también a comprenderla en relación con otras, enseñar debería enseñarnos a relativizar lo que sabemos y lo que somos, a aprender sobre lo que enseñamos, sobre la propia enseñanza y en último extremo sobre nosotros mismos.
 
Una de las restricciones de la teoría de la mente, apoyada probablemente en los circuitos de neuronas espejo de los que también habla este libro, es que conducen a la mímesis, a imaginar al otro como a uno mismo, en lugar de imaginarlo y vivirlo como alguien diferente. Tal vez por ello enseñar, viajar a la mente de quienes deben aprender, sea una de las mejores formas de complicarle la vida a las neuronas espejo, de ir más allá de la mímesis hacia un conocimiento más complejo del mundo y de nosotros mismos. Claro que para eso hay que tener ganas de complicarse la vida, de cambiar.
 
Pero para que enseñar se convierta en aprenseñar, y no sólo en reproducir saberes dados tanto al enseñarlos como al aprenderlos –el aprendizaje reproductivo del que tanto adolece nuestra educación no es sino un reflejo de la enseñanza reproductiva: también los profesores reproducen saberes establecidos que no han construido ellos-, es preciso por tanto acercarse a nuevas formas de enseñar y aprender, basadas en el diálogo, la cooperación y la actividad conjunta.
 
Transmitir lo que sabemos no nos cambia. Parece que la palabra clave es por tanto cambiar, atreverse a cambiar. En lugar de concebir la enseñanza como una actividad conservadora –en el sentido de transmitir a las nuevas generaciones esa acumulación cultural de la que también y tan bien se habla en este libro a partir de Tomasello- aprender enseñando requiere concebirla como una actividad transformadora (de mí mismo, de los otros, de la cultura).
 
Esa orientación hacia el cambio es especialmente urgente en la nueva cultura del aprendizaje, mediada en buena medida por los nuevos desarrollos tecnológicos que están convirtiendo la gestión del conocimiento en una actividad más horizontal, dialógica y cooperativa de lo que ha sido con las tecnologías anteriores. Estos nuevos tiempos requieren nuevas formas de ejercer o vivir la enseñanza y el aprendizaje. Cuando existen ya links –varios de ellos referidos en el libro- desde los que asistir a conferencias, lecciones magistrales y debates de primer nivel, cuando la información y el saber establecido está al alcance del dedo (del pulgar exactamente), para seguir teniendo sentido y no ser sustituidos por esas tecnologías, enseñar tiene que volver a ser una actividad dialogante, altruista y mentalista. Porque además solo así puede volver a ser una actividad emocionante, algo esencial para mejorar también la salud mental y la calidad de vida de quienes enseñan y quienes aprenden.
 
Aprendizaje y emoción son en sus orígenes funciones cognitivas inseparables. Los organismos aprenden por impulsos emocionales. Como hacen los niños o como hacemos todos en contextos de aprendizaje informal. Pero nuevamente la institucionalización del aprendizaje en contextos formales ha disociado aprendizaje y emoción como parte de ese mencionado proceso de despersonalización, por el que se enseñan contenidos, materias, pero no se enseña a las personas.
 
Tal vez haya que inventar un nuevo verbo que conjugue a la vez el aprendizaje, la enseñanza y la emoción. Pero mientras queda disfrutar de Aprenseñar y practicarlo. Y dado que hemos llegado a la conclusión de que comunicar y dialogar con el propio conocimiento es una de las formas más potentes de aprenderlo, habrá no sólo que agradecer a David por lo mucho que aquí nos enseña, sino además envidiarle por lo mucho que debe haber aprendido al hacerlo.    
 
Juan Ignacio Pozo.
Catedrático de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid.